En particular me refiero al tibio de ánimo, de condición, a aquel tipo de persona o institución que vive instalada en lo conveniente, en el qué dirán, en el puro cálculo y utilitarismo. La tibieza, como subproducto del relativismo moral que es, encuentra aunque sea en clave de humor, en GROUCHO MARX y en sus principios -más bien la falta de ellos- un referente ciertamente esclarecedor. Estos son mis principios; si no le gustan, tengo otros.
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En infinidad de ocasiones se nos presenta a la felicidad como el bien más anhelado. Cuántas veces en la pareja, y con ocasión de una conversación marcadamente intimista, uno de sus miembros -la mayoría de las veces mujer- se encuentra con el enunciado plañidero de una frase mágica que le restriega por la cara: “si yo solamente quiero ser feliz”.
Al inicio del desarrollo de un tema de actualidad en el periódico digital El Confidencial.com, que lleva por título Harvard ‘apoya’ la independencia: la élite de economistas se suma al proceso, se hace referencia a una frase del escritor Max Aub: “uno es de donde estudió el bachiller” como justificación al hecho de que importantes personajes del mundo académico se hayan sumado a la ola independentista actual.
Rafa Nadal, ante el ofrecimiento de la Real Federación Española de Tenis de viajar en Jet Privado desde Nueva York a Madrid con el fin de disponer de un día más de descanso, previo al enfrentamiento de Copa Davis de España y Ucrania, contestó: “Tal y como está el país no creo que sea el momento de hacerle pagar un viaje al Estado”.
Sin ningún género de dudas el trato recibido condiciona de forma significativa nuestro comportamiento. Una relación amable y considerada propiciará, en la mayoría de las ocasiones, una respuesta del mismo tenor; por contra, el potencial evocador de una atención tosca y distante puede hacer naufragar el mejor de nuestros ánimos para con los demás.
No hago aquí referencia a la queja que, como manifestación de dolor, acompaña a la persona en un accidente o enfermedad. Tampoco hago alusión a la que se presenta ante quien teniendo responsabilidad suficiente no se ha empleado de forma debida.
Libertad y disciplina se nos presentan como conceptos antagónicos. Aunque en realidad la primera, concretada en la libre elección de una alternativa de entre varias posibles, requiere de la segunda como requisito ineludible en la materialización de la opción escogida: sin ella nunca se alcanzaría la meta elegida.
¿Hasta qué punto podemos aceptar la existencia de un saber inútil? ¿El saber sólo puede ser concebido como un medio para la obtención de mayores y mejores utilidades?
La opinión, ciertamente extendida en el que ostenta responsabilidades públicas, de que el incumplimiento de la palabra dada no debe ser causa suficiente de dimisión, véase el caso de Duran i Lleida, nos sitúa frente al dilema de concretar qué es lo que nos califica y de forma consecuente cuál debería ser la respuesta del calificado.