Hubo una época en la que el complejo de nuevo rico quedaba circunscrito a lo puramente económico, al alarde, en forma de sobreactuación enfermiza, de todo cuanto propiciara una imagen de opulencia ajena a un pretérito que, por desmerecedor de la situación actual, se trataba de ocultar. El triunfo de la soberbia presente sobre la obligada humildad pasada.
En ese momento de nuestra historia, resultaba habitual que tanto la cultura, como la educación, y el conocimiento, adornaran en su desempeño a las personas situadas en las posiciones de mayor relevancia y responsabilidad social, y lo que, a juicio de muchos, se manifestaba como la consecuencia natural de su paso por la Universidad, para otros (seguramente observadores más avezados), se concretaba como la secuencia lógica de quien provisto de cultura y educación de serie (el ambiente familiar lo propiciaba) accedía a la formación superior como continuación natural de sus posibles. El acceso a una titulación universitaria se manifestaba como un bien precario y escaso.
Como resultado, y en claro desatino conceptual, en nuestro ideario colectivo se instaló la idea de que educación y cultura eran secuelas de un pulido previo en su paso por los ambientes universitarios. Con el acceso generalizado a los mismos se pudo constatar de forma más que palmaria que la Universidad no provee ni de cultura (entendida en el sentido más amplio de la palabra), ni de educación, en todo caso, y no siempre, de conocimiento, aunque la más de las veces se manifiesta como información no digerida. Ya se sabe que la misma para que se transforme en conocimiento necesita de la inteligencia, esto es, de la elaboración adecuada de la misma, y cuando su tratamiento deviene por “aluviones” previos a los exámenes el advenimiento del mismo se plasma en un imposible.
En el interregno universitario entre el acceso escaso y raro a la formación citada, y el masivo, se produjo una nueva variante del concepto de nuevo rico, se plasmó en aquel tipo de individuo que, adquirida su condición de ilustrado, se avergonzaba de unos padres que, esforzados y sacrificados en su mejora intelectual, no habían tenido la oportunidad de adornarse con un título universitario.
Y así, hemos tenido, y tenemos, la oportunidad de conocer variantes del fenómeno citado, sino qué decir de quien adquirida la categoría de directivo, jefe o ciudadano del mundo, observa y manifiesta desprecio por el que no ha disfrutado de la oportunidad de formar parte de cuadro tan selecto.
¿Qué se esconde detrás de tanto desapego? ¿Qué oculta el intento de apartar de nosotros lo que sin lugar a dudas nos haría más humanamente singulares? Quizás la soberbia de sentirnos superiores en nuestro afán por comparar, en nuestro afán por formar parte de un club que se nos antoja como más relevante, al afán por renunciar a nuestra naturaleza singular para proveernos de una colectiva que, aunque nos despersonalice, nos brinda la oportunidad de presentarnos como en el caso del nuevo rico de la entradilla.
Quien es culto, sabio, poderoso, ejemplar, directivo o jefe de pro, no necesita anunciarse en sus cualidades; no necesita, ni adscribirse a colectivo alguno ni a construirse en contra de nadie. Es, en su singularidad y punto. Será, y se sentirá, juzgado por lo que realice y no por los desatinos de los demás.
Vayamos a los populismos políticos, ¡Qué paralelismo más triste y evidente! Se construyen sobre la base de un enemigo concretado en “casta inmoral”, con una derivada consecuente, si no existiera el citado enemigo no se justificaría su existencia. Se apoderan de una ejemplaridad, que no necesita esgrimir el que la posee, para así apartar al resto en un cálculo político interesado.
El nuevo rico se aferraba al poder, más tarde, a la nueva fortuna, posteriormente al título universitario, a la posición directiva, y ahora, a su naturaleza ejemplar, para, apropiándose del atributo citado, mostrarse superior en su arrogancia y soberbia al resto.
Envueltos en la cutrería, en el gesto contemporizador, en la mueca de desprecio, en la pose soez y desconsiderada, y en el desplante grosero, como forma de desapego con los “demás”, se nos presentan como el ejemplo más claro de lo que es un nuevo rico en el terreno de la política. La corrupción, y su desalojo (necesario desalojo), no necesitan de nuevos ricos en su ejemplaridad, más bien al contrario, piden a gritos la presencia de personas que, en su condición de ejemplares, no necesiten pregonarlo a los cuatro vientos para que el mundo sepa que existen. El ejemplo es un lenguaje sutil que no se muestra necesitado de palabrería barata.
Publicado el 4/2/2015 en El Confidencial Digital.
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