La imagen que tenemos de nosotros mismos como consecuencia, entre otras circunstancias, de nuestras primeras experiencias familiares, escolares, y de amistad, puede marcar de forma dramática la forma en que nos empleamos con los demás.
Un pequeño, desatendido en sus necesidades afectivas de apoyo y de ánimo en sus primeros desencuentros con la vida; tratado todo él como si de un estorbo más se tratara; adjetivada su sola presencia como el origen y fundamento de todo tipo de quejas e inconvenientes, tales como: cuando retorno a casa del trabajo necesitado de relax y descanso, no soporto encontrarte todavía levantado, siempre me pides ayuda en la confección de tus deberes cuando yo jamás lo hice. O la simple ignorancia de sus anhelos y aficiones, puede condicionar -y sin lugar a dudas condiciona- la imagen que de sí mismo tendrá en su etapa de adulto.
Huir del sentimiento que provoca el trato señalado, se concretará -entre otras posibilidades- en parapetarse tras una armadura de desconfianza aprendida, que se traducirá en un trato distante y poco amigable o la simple renuncia a mostrarse en sus opiniones; al fin y al cabo, si jamás merecieron la más mínima atención de su entorno más cercano por qué iba a ser diferente ahora.
Pasado el tiempo, y materializado su desempeño laboral en una posición directiva, quién dudaría de que todo aquel bagaje de desprecio acumulado se podría plasmar en un trato cuanto menos difícil y desconsiderado. Tales circunstancias, sin ser deterministas -todo ser humano se debe reivindicar en su singularidad-, pueden concretarse en un trato de lo más humillante. ¿Qué decir de quien para soportarse a sí mismo se empeña en desmerecer la conducta de los demás? -Construye su atalaya moral sobre el menoscabo ajeno- O a quien la vida le ha demostrado -tal vez enseñado- que los demás no pueden ser merecedores de ningún tipo de confianza.
Es por ello que el pasado, y su compañía, propician desacuerdos y discusiones de los que el plano laboral difícilmente se puede hacer responsable. El papel de la jefatura directiva, en atención a la historia singular de cada cual, consiste en pedir a las partes, y exigir también, buena voluntad en la intencionalidad de mantener una relación laboral que por otra parte devendría en imposible en el plano personal.
Responder con un tono de voz más elevado que el recibido de la otra parte no hace otra cosa que dar pistas más que evidentes que quien así se maneja en el fondo está hecho de la misma “pasta” que su jefe.
La disputa entre los que así se emplean se transformará en una “pelea de gallos” en la que irremediablemente primará la perentoria necesidad del mismo en dejar bien a las claras quién manda, quién gobierna la nave, a quién le toca -en todo caso- tener la última palabra.
La respuesta, tranquila, sosegada y medida, se muestra como la mejor medicina posible en atención a enfrentarse con una situación como la reflejada. Quien entienda que la pausa y el control son una forma de sutil sumisión; demuestra, muy a las claras, su total desconocimiento de lo que es una personalidad fuertemente asertiva.
Emplearse con templanza significa huir de la urgencia del grito histriónico, de la reacción instintiva, a la par que supone dar una respuesta de la que siempre debemos mostrarnos como dueños. No son otros los que puedan/deban determinar nuestro comportamiento. Esa parcela de voluntad, por propia, no debemos permitir que sea invadida por los demás.
Y es ahí, en ese lapsus de tiempo que existe entre el grito histérico recibido y la respuesta dada, que daremos pistas más que suficientes de cuál es nuestro grado de libertad así como de los principios y tensiones internas que nos gobiernan. Soy yo en la medida de que me muestro como quiero o son otros, a través de sus dictados y expectativas, los que trazan mi senda vital.
Publicado el 29/1/2015 en El Confidencial Digital.
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