Muchas son las voces que se manifiestan críticas en cuanto a los supuestos propios de la psicología positiva. Bajo la tiránica búsqueda de lo fácil y superficial, y de la falta de reflexión personal, existe un gran número de personas en las que se ha sembrado la idea de que el único enfoque válido es aquel que se apalanca en las emociones positivas. Parece como si la felicidad sólo se pudiera apostar detrás de las mismas, con olvido, entre otros, del esfuerzo, del sacrificio, de la perseverancia, etc.
Se me antoja un enfoque muy parejo al de la sentencia: “para qué quiero el frío si no tengo abrigo”. Jocosa sentencia por cuanto deja al descubierto lo absurdo del paradigma en cuestión: gobernando el efecto elimino la causa.
Vendría a ser algo así como si, a pesar de las circunstancias, únicamente reconozco las emociones positivas, habré encontrado el camino a la felicidad. La relación causa efecto -si no tengo abrigo y la temperatura es baja (causa) tendré frío (efecto)- bajo ese prisma queda en entredicho. El mundo al revés. El disimulo como norma de conducta habitual.
Pero ¿qué mensaje recibe la persona que, sin reflexión suficiente, así quiere emplearse y no logra encontrar motivo para ello? Cuando se trata de generar un movimiento ilusionante en un colectivo al que se le invita a gobernar una actitud que es consecuencia (frío) y no causa (falta de abrigo con baja temperatura) lo único que propiciará será añadir otro problema al problema original: el de no ser -ni sentirse- capaz de afrontarlo debidamente. El enfoque positivista puede agravar la situación a la que se quiere poner remedio.
Muchos estudios presentan a la risa como algo deseable, que consigue entre otros efectos: relajar los músculos, reducir la producción de hormonas asociadas al estrés, rebajar la presión sanguínea y propiciar una mayor absorción de oxígeno en la sangre. Vistas así las cosas, se nos ofrece como una terapia de lo más saludable.
En lógica consecuencia no debe extrañar que en cualquier sesión o seminario de motivación que se precie se anime a los asistentes a ejercitarse en la terapia de la risa, con olvido de que la misma es consecuencia de una situación hilarante y no meta. Acudir a la proyección de una película de marcados tintes cómicos, con deseo de disfrute, no garantiza la risa. Si la película en cuestión, y sus momentos de enredo no lo propician, ni una sola sonrisa asomará por la comisura de nuestros labios. ¿Qué hacer? ¿Reír cual espíritus desnortados, esto es, sin fundamento alguno? ¿Es posible mantener en el tiempo tal actitud?
Desear la felicidad, el cariño de una persona, el aprobado de una materia, aunque se establezcan como objetivos, no dejan de ser el resultado de una forma de emplearse en la vida. Y así, si confundimos deseos con consecuencias, en la mayoría de las situaciones no obtendremos la recompensa anhelada.
Los sistemas naturales están presididos por la “Ley de la cosecha”: se recoge lo que se siembra. El amor en pareja, la amistad, las relaciones paterno-filiales, como sistemas naturales que son, darán los frutos deseados con ocasión de su cuidado adecuado, cuidado que se concreta a través de un cúmulo de decisiones en aras a atender debidamente la relación y, como consecuencia, obtener los frutos de la misma.
Los aprobados o las promociones profesionales, muchas veces no son consecuencia de un desempeño adecuado puesto que se materializan en sistemas otrora naturales y ahora artificiales; el engaño, la astucia, la mentira pueden obtener frutos imposibles en los sistemas naturales. Cuando lo que preside nuestra vida es la apariencia, el regate en corto y un largo etcétera de astucias, se puede llegar a pensar -equivocadamente- que la consecuencia lógica de tanto desatino también dará frutos al margen del sistema de referencia.
¿Qué es lo que propicia que unos padres se entreguen en cuerpo y alma al cuidado de un hijo gravemente dañado por una enfermedad? ¿La ilusión o el compromiso? ¿Todos los compromisos son ilusionantes?
El compromiso en la persona encuentra la pulsión necesaria en el servicio a los demás (motivación trascendente) y en el empleo de sus talentos (motivación intrínseca). La segunda nos puede situar ante emociones positivas, sin olvidarnos de otras bien distintas: el esfuerzo, el sacrificio y la fatiga; y la primera, la de la entrega a los demás, nos puede enfrentar al dolor consecuencia del compromiso con el ser amado, el hijo dañado por la enfermedad.
No es la ilusión la gasolina que alimenta nuestro quehacer cotidiano, es el compromiso con nosotros mismos y con los demás -unas veces ilusionante y otras no- el fuego que sustenta nuestro día a día. Sin metas no hay compromiso, sin compromiso no hay esfuerzo, y sin esfuerzo no hay logro auténtico. La ilusión siempre quedará en un plano secundario, puesto que a veces no estará presente.
Cuando adoptamos una actitud naif en la vida a través del empleo tergiversado de las palabras, evitando que las mismas sean el reflejo de su esencia, estamos atentando contra la verdad y, como consecuencia, sembrando un poso de infelicidad, si no qué decir a la persona que habiendo sido alentada en la adopción regular de una actitud positiva, ante la adversidad, se siente culpable porque no encuentra la forma de conseguirlo. La respuesta está en el sentido no en la ilusión.
Publicado el 1/4/2014 en El Confidencial Digital
Ilusionarse, reilusionarse… ¿Por qué no hablar de compromiso?
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