Cuando Antonio, tras años de duro trabajo y experiencia, fue nombrado supervisor en la cadena de montaje de su planta en Sabadell sintió la alegría propia de quien es reconocido en su desempeño. ¡Por fin! Exclamó para sí. Pero horas más tarde, una vez superada su alegría inicial, tomó plena conciencia del desafío al que debía enfrentarse, ¿debería adoptar pose de jefe o, por el contrario, demostrar que seguía siendo uno más como hasta ahora?
La historia de Antonio es una más de entre las muchas que ilustran la pugna que se libra en el interior del individuo que desempeña una condición laboral que es nexo de unión entre dos mundos, el de empleado de base y el de dirección.
Muchas son las veces en que la promoción interna se apalanca en el conocimiento técnico de lo que allí se produce -escalera del saber- con olvido de las necesarias capacidades de dirección -escalera del poder-. Tal circunstancia propicia en gran medida que el nuevo desempeño esté presidido por la duda y la torpeza.
Así, por un lado, encontraremos a quien olvidándose de su procedencia y raíces se muestra distante y altivo. De repente sus antiguos compañeros adquieren la condición de seres extraños.
Cuando por otro, tendremos a los que sin haber abandonado complejos, largamente alimentados, necesitan seguir manifestándose como uno más, tratando de evitar un fantasma que se concreta en que los “suyos” no puedan pensar que se ha “vendido” a la dirección.
Pero aquello que pudiera parecer que queda singularizado en la figura del supervisor, y limitado por el marco laboral, también acaba mostrándose en otros órdenes de la vida.
De la misma naturaleza es la duda que nos acompaña cuando intentamos, muchas veces de forma desesperada, agradar a los que nos rodean. Un requerimiento tan exigente como imposible puede tiranizarnos y sembrar un poso de infelicidad que en el peor de los casos nos sitúa en convivencia constante con la frustración.
En consecuencia no nos manifestamos como somos o, como pretendemos ser, sino como suponemos que nos desean los demás. Corremos exigidos por todo y todos para no satisfacer a nadie. El resultado más que previsible se concreta en la proyección de una imagen que ni tan siquiera satisface nuestras más mínimas exigencias.
Así mismo, muchas son las ocasiones en las que nos sentimos atrapados en una incómoda situación de en medio. Tal es el caso de aquel individuo que en su nueva condición directiva se comporta como el más insoportable de los jefes o el colega más gracioso de la oficina, o el nuevo rico sobrepasado por unas circunstancias materiales asimétricas con su grado de madurez y reflexión personal.
¿Cómo manifestarse ajeno a este tipo de trampa emocional?, ¿cómo resolver tal cuestión? Solamente desde la conjunción de una personalidad robusta y un conocimiento técnico y político adecuado tendrá solución el dilema planteado.
Nuestra sociedad hace tiempo ya que trató de esconder el concepto de deber, de obligación, de exigencia. La frontera de lo que es o no correcto depende en gran medida de llevar adelante aquello que tenemos por obligación. La ausencia de obligaciones rapta el concepto de sacrificio en detrimento de lo que nos place, y que en ocasiones se encuentra amparado por derechos que caen ofendidos ante comportamientos que nunca pretendieron cobijar.
Antonio como supervisor, y con él el nuevo rico, directivo, etc. , debiera encontrar sosiego y referencia en el cumplimiento de sus nuevas obligaciones, uniendo a sus conocimientos técnicos el trato exquisito a la persona. Solamente desde el respeto, equilibrio personal y ejemplo, se pueden construir fuertes lazos con los demás, tengan la consideración que tengan; así la condición de nuevo rico, directivo, o empleado será sustituida por una más elemental y regular: la de persona.
La respuesta no se encuentra en la altivez y la distancia, o en el compadreo y la falsa cercanía, sino en la concreción de las exigencias de su nuevo cometido entre las cuales y como más importantes caben destacar el trato amable y exigente con su equipo.
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