Una parte importante de nuestra sociedad, empeñada en su huida hacia la nada, tiranizada por la búsqueda constante de placer y divertimento, y contumazmente obstinada en transitar por inexistentes atajos hacia la felicidad y la ilusión, se muestra ajena a determinados registros que, en su papel de actores, debieran desempeñar personajes claves en el buen gobierno de la misma.
Conceptos tales como el esfuerzo, el amor, el ejemplo, el honor, el sacrificio, etc., alejados de lo fácil, cómodo y banal, se nos presentan como trasnochados y obsoletos. El buenismo, la renuncia a la defensa de determinados valores en atención a un puro cálculo posibilista y, como resumen, la incómoda situación de tener que enfrentarse a la ardua tarea de educar, dirigir, dirigirse en la vida o gobernar, en el ejemplo, en el amor, y en la singularidad de cada cual, nos sitúa al borde del colapso ético en el que nos encontramos.
Padres (no todos, pero si mayoría) que, en la coartada de su largo desempeño laboral, encuentran la excusa suficiente de no tener que compartir con sus hijos, logros, alegrías, y desventuras, de los que la vida les provee. Padres, que huyendo de la palabra calmada, del cálido consejo, del ánimo reconfortante, de la ayuda necesaria, y del abrazo reparador, tampoco se muestran como referente obligado en lo que al trato entre ellos se refiere.
Instalados en la distancia que favorece su cotidiana convivencia, en el reproche hiriente y regular; huidos de la charla que unifica, que vivifica, que atempera, que da calor al alma maltrecha por esta vida y maneras que nos hemos dado entre todos, el ánimo se enfría, el alma se nos acartona y la palabra amor deja de tener su profundo significado.
Padres que, dimitidos de su responsabilidad, renuncian a la educación de sus hijos en la comodidad de una escuela que tampoco se siente concernida. Y así, acomodados todos en la excusa permanente, nos encontramos con unos progenitores que ceden a la comunidad educativa lo que, por obligado en ellos, observa como extraño y ajeno a su condición. Hemos transitado desde un modelo de sociedad en la que toda ella lo intentaba, a otra en la que lo habitual se ha tornado en excepcional.
En un pretérito no tan remoto, los padres educaban (con mejor o peor fortuna, pero ponían empeño en ello) y la escuela, formada por maestros –que no profesores- educaba también; hasta -casi se podría afirmar- la Universidad, empeñada en el solo enaltecimiento del intelecto, también lo intentaba. Por el contrario ahora, empequeñecidos por la vagancia, por el ajuste cicatero de lo que nos corresponde y lo que no, y, sobre todo, por la falta de amor, de esfuerzo y de entrega, hacia lo que se debiera vivir con pasión, nos encontramos sumidos en la mayor de las mediocridades.
Enaltecida la masa, oficiados los ritos del voto y del consumo, como máxima expresión de nuestra valía personal, nos mostramos huérfanos de lo más elemental en el ser humano; el derecho a exigirnos y a exigir ser tratados en nuestra particular singularidad. Pero para ello se requiere, como necesaria e incómoda particularidad, el deseo de que apalancados en el deber de educarnos con criterio suficiente consigamos el derecho a ejercer como ciudadanos de plena condición.
Ni el ejercicio del voto ni la capacidad de consumo nos enaltecen y hacen mejores. Y así, lo que debiera ser un impulso de excelencia, esto es: formar con pasión para dotar de criterio a la persona y, en lógica consecuencia, favorecer que nuestros representantes políticos fueran de lo más selecto y elevado (por simple extracción de lo que es un pueblo honrado), se ha transformado en un proceso de siembra y vendimia posterior de la actual tontuna en la que vive instalada nuestra sociedad.
Grande y bueno, se han convertido en formas sinónimas. Todo aquello que, deseándolo la mayoría, pueda merecer el calificativo de bueno, adecuado, correcto, supondrá -las más de las veces- el olvido de principios que no atienden al gentío en su forma de adquirir legitimidad. En mi anecdotario particular, recuerdo a la figura de un sabio profesor de finanzas que en conversación singular me aportó la luz de la que en aquel momento estaba necesitado; me dijo: ¿Te has dado cuenta de que una… (No deseo dar paso a lo escatológico) cuanto más grande es peor? Lo bueno si breve…
De ahí que programas de televisión, partidos políticos (que ofrecen lo que la razón oculta), empresas en las que su misión, visión y valores no son otra cosa que puro teatro, se muestren situados en los altares de una masa tan acrítica como escasa de condición ética e intelectual.
El populismo, expresado en forma de consumo masivo o de partido populista, se acaba concretando en silos de clientes y votos de una muchedumbre desencantada y sin criterio en lo puramente personal. Son, somos, en la medida en la que pertenecemos a un mercado o a una enseña política. Por lo demás, y a título puramente personal, ni somos ni se nos espera.
Publicado el 10/2/2015 en El Confidencial Digital.
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