Con relativa frecuencia, y en el ámbito de la empresa, nos enfrentamos con seminarios, talleres, charlas motivacionales, y un largo etcétera de formatos que persiguen, por lo menos así se presentan, ilustrar una forma de emplearse en la vida mejor, con menores niveles de ansiedad, de infelicidad y de frustración. El arte de vivir. El camino a la felicidad.
El esquema más que habitual se vale de una historia -ficticia o real- que, obrando a modo de palanca multiplicadora, ilustre, potencie e impacte en la mente de los allí presentes de forma clara y precisa, fortaleciendo de esa forma el mensaje a transmitir. Recuerdo los desvelos y consejos -ruegos también- de un maravilloso maestro que nos invitaba a valernos de una historia de referencia cuando nos viéramos en la necesidad de redactar sobre conceptos etéreos tales como la felicidad, la armonía, la estupidez, el egoísmo, etc. La inmutabilidad de lo esencial.
Veamos, siendo el objetivo de la/las sesiones impregnar de ilusión a un colectivo , y dado que la sociedad en general se muestra apática y desmotivada, nos valdríamos de una historia de logro en un ambiente de grave infortunio personal para extraer, como conclusión, la idea de que si en situación tan penosa el actor de la misma había sido capaz de manifestarse como persona ilusionada , el auditorio, sometido a situaciones mucho menos estresantes ¿cómo no va a conseguir emular tal hazaña? Si además, dotamos a la charla de un tono vibrante y enaltecido, el entusiasmo de los asistentes y el triunfo del ponente estarán más que garantizados.
Y así no hay tema que se resista. Da igual que el mensaje consista en mostrar las bondades de la amabilidad como de la ejemplaridad, repitiendo el esquema, y aderezando la exposición debidamente, el conferenciante saldrá en loor de multitudes.
Pero ¿cuál es el logro de tal forma de emplearse si entendido el mensaje no se da debida respuesta -seguramente por imposibilidad- a la materialidad del hecho? Si en lugar de los temas citados tratáramos sobre el dinero no imagino extrema dificultad en encontrar una historia que nos permitiera concluir que es mejor disponer del mismo que carecer de él. A la mañana siguiente, y reconfortados por tan brillante exposición, nos toparíamos de bruces con la realidad que nos muestra -nos enseña- que entender no es suficiente, que también y fundamentalmente debemos concretarnos en acción, y eso, la charla por muy motivadora que sea, no lo consigue.
¿De qué sirve entender el concepto ejemplaridad si no somos capaces de mostrarnos como tales? ¿Qué utilidad reporta la conclusión de que una persona sonriente y feliz se muestra mucho más productiva si se ve incapaz de encontrar motivos de alegría? ¿De qué sirve saber que una buena fortuna puede hacer una vida material mucho mejor si no sabemos cómo conseguirla?
El desarrollo de la cultura de lo fácil, el parecer con el olvido del ser, nos ha traído hasta aquí, la charla, el curso, el seminario, se transforman en brillantes puestas de escena por parte de personas que nos hacen entender -en el mejor de los casos- lo que allí se trata pero sin intención ni aspiración alguna -en la mayoría no en todos- en mostrarse como referentes de lo que allí se trata.
Aún y así, aunque se mostraran como tales, la pelota seguiría estando en nuestro tejado. Es ahora -una vez entendida la cuestión- cuando debemos mostrarnos como capaces de llevar adelante aquello que ha despertado nuestra curiosidad e interés.
¿Qué pensar de la persona que con la palabra nos inspira sobre la felicidad, siendo ella, en su devenir diario, un claro referente de zozobra y miseria moral? ¿ Y del que habiendo ilusionado al auditorio lo deja abandonado -sometido también- a la tiranía emocional que supone emplearse de una forma para la cual se muestra incapaz de encontrar motivo?
Palabras y más palabras, sin sustancia, sin cuerpo del delito, sin ejemplaridad alguna, la nada como todo, lo banal y superficial sobre lo auténtico y genuino. Es por ello que concluyo que a dirigir se aprende dirigiendo, no en un aula, en ella se puede provocar reflexión, se puede desafiar al intelecto, pero el carácter, la determinación, la fineza y amabilidad en el trato, y un largo etcétera de características vitales, permanecerán agazapadas y ocultas, sin posibilidad alguna de que su rastro quede patente en el aula.
¿Cómo enseñar a dirigir a un individuo de condición moral escasa y malévola? ¿ Cómo formar a un futuro directivo para que sea sea capaz de brindar ayuda, ánimo, ejemplo y apoyo, con los solos designios de la inteligencia? ¿Cómo instruir sobre el carácter cuando lo que hay que hacer es sentirlo?
La conclusión por lógica y poco original pasa por descubrir lo ya sabido, sobran palabras y faltan testimonios. El ejemplo, el buen ejemplo, da la oportunidad, al que quiera, de la emulación. Es por ello que si la reflexión provocada por el ponente no viene acompañada de un patrón de conducta diario y acorde con la temática recibida todo se irá al traste.
Publicado el 11/7/2014 en El Confidencial Digital.
Sobre los seminarios inspiradores, motivadores y reilusionadores.
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