La concepción del papel a interpretar por un político ha mutado, en perfecta sincronía con otros muchos roles (directivo, profesor…), desde una apreciación integral de la persona, a otra, formada por valoraciones parciales y estancas de su cometido. La visión holística “ya no se estila”.
Se aspira a disponer de un horario y desempeños parciales como si de un trabajo mecánico se tratara. Así, si alguno de los actuales políticos sobrevenidos, llevados de su natural disposición, se mostrara como lo que es: chabacano, descarado, faltón, desconsiderado o golfo sin más, se argumentará, con seriedad y contundencia (aquí lo relevante es la gravedad del gesto, todo lo demás, incluso la bobería del razonamiento, resulta superfluo), que se encontraba en la intimidad de su tiempo de ocio o quizás que su cargo viene amparado por el hecho de que es un “lince” en labores de mercadotecnia, de redes sociales o vaya Vd. a saber, y que, por tanto, no se le debe juzgar por hechos ajenos a su “expertise”.
Tan sesudos argumentos legitimarían en su cometido a cualquier cargo público que, tomado un rato de descanso en sus quehaceres diarios, se entregara a desvalijar furgones blindados pongamos por caso. ¡Por favor! (nos dirán en tono de ofensa) no se empecinen en juzgar su acción política por cómo se emplea en su tiempo de ocio ¡Faltaría más! Juzgar al gestor de la cosa pública por su desempeño particular. La ejemplaridad avergonzada, oculta entre sollozos su rostro.
Nos encontramos en manos de una apariencia de lo más vulgar que antaño transitaba por los entresijos de la pijería de algunos. La ley del péndulo, de un lado al otro “sin ton ni son”. Parece como si estuviéramos obligados a elegir entre el “manguis” aparente y el aparente “cutre”. Lo relevante no se concreta en ser un político de mérito, éticamente eficaz, con modales adecuados, y con sentido de la representación, sino en la pelea por mostrarse como un simplón motivado, que en su falta de distinción parece ofrecer la cercanía que no mostraba el pijo de turno.
Hemos transitado, desde una ejemplaridad aparente, concretada por una forma de representación “higiénicamente” adecuada (ropa, modales, pose, y actitud), olvidadiza, en algunos casos, de las más elementales obligaciones éticas y morales, a un cutrerío en la forma que legitima, por engañosa cercanía, todo cuanto hace. La apariencia por encima de cualquier otra condición.
Así, todo cargo público que en su devenir natural se desplace en metro o utilitario ramplón quedará investido de un aura de ejemplaridad que, cual rey Midas, se proyectará en todo cuanto haga. La justicia, el bien común, el criterio económico… quedarán relegados al gesto ruin y engañosamente humilde.
La soberbia, no cursa solamente a través de signos materiales de ostentación (coches, inmuebles, yates…), también se manifiesta en la pose soez de quien recrimina a su oponente de tertulia, en la supremacía moral del que, asido el poder, justifica cualquier ocurrencia con tal de envilecer la condición ajena, del que para sí se dice: “ahora se van a enterar de quien manda aquí”. El poder ya no se ejerce desde la honrada humildad y el conocimiento experto y prudente; a lo más que se aspira es a demonizar al rival político con todo tipo de artimañas.
La conducta, ejemplar y ejemplarizante, olvidada. La acción, íntegra con el decir previo y gobernada por principios amparados en la prudencia de ofrecer lo posible, desnortada. Se es uno en todas las facetas de la vida o simplemente no se es o dicho de otra forma, el que en política (en otros ámbitos también) defiende que los comportamientos barriobajeros y tabernarios de su vida privada debieran ser indiferentes a su imagen pública lo único que hace es tratarnos con desprecio, nos califica de tontos al pretender que comulguemos con argumentos tan pobres y escasos. Su apariencia quedará desdibujada con el paso del tiempo adquiriendo el calificativo de chabacano, descarado, faltón…
En sentencia de Aristóteles “Cuanto más democrática se vuelve una democracia, más tiende a ser gobernada por la plebe, degenerando en oclocracia[1]”.
[1] La democracia es el gobierno del pueblo que con la voluntad general legitima al poder estatal, y la oclocracia es el gobierno de los demagogos en nombre de la muchedumbre. Pueblo y muchedumbre no son formas sinónimas. El primero, constituido por personas conscientes de su situación, con una voluntad preparada y formada para la toma de decisiones; la segunda, formada por personas ignorantes que se mueven por sentimientos y emociones irracionales.
Publicado el 10/7/2015 en El Confidencial Digital.
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