Facebooktwitterlinkedinmail

En infinidad de ocasiones se nos presenta a la felicidad como el bien más anhelado. Cuántas veces en la pareja, y con ocasión de una conversación marcadamente intimista, uno de sus miembros -la mayoría de las veces mujer- se encuentra con el enunciado plañidero de una frase mágica que le restriega por la cara: “si yo solamente quiero ser feliz”.

El individuo, bajo tal circunstancia, parece que queda habilitado para -abandonando su actual situación- emprender una nueva singladura amorosa que le permita encontrar aquello que legítimamente cree que le corresponde. Excusas de mal pagador.

Pero qué es la felicidad que se muestra tan esquiva, su logro deviene en imposible cuando se transforma en el centro de nuestro interés. Y por contra, cuando su consecución nos resulta extraña, a veces se nos presenta en forma de pequeños destellos de utopía.

¿Se puede ser feliz en el sufrimiento? En multitud de ocasiones la adversidad se cuela por las rendijas de nuestra vida, de tal forma que eludir la desgracia resulta imposible, y a pesar de ello  siempre podemos escoger la actitud a adoptar.

Viktor Frankl lo ilustra de forma magnífica en una de sus más profundas reflexiones. Los que estuvimos en campos de concentración recordamos a los hombres que iban de barracón en barracón consolando a los demás, dándoles el último trozo de pan que les quedaba. Puede que fueran pocos en número, pero ofrecían pruebas suficientes de que al hombre se le puede arrebatar todo salvo una cosa la última de las libertades humanas, la elección de la actitud personal ante un conjunto de circunstancias, para decidir su propio camino.

Visto así, ser feliz no debiera entenderse como un estado de alegría, júbilo o euforia contenida, sino más bien como la placidez que supone el hecho de emplearse en la vida en la forma debida, de consumir nuestro hilo vital  de la manera más útil posible, esto es, dando lo mejor de nuestros talentos, disfrutando de lo que la vida nos ofrece -con criterio ético- y trascendiendo, entregándonos a los demás.

La felicidad, al igual que el amor y la amistad, no es un fin sino una  consecuencia. De ahí que quien se nos anuncia en la necesidad de “ser simplemente  feliz” lo único que  anticipa es que nos encontramos en presencia de una mentalidad escasa y poco reflexiva. Pero siendo la misma nefasta en su condición, no menos dramática resulta  la intencionalidad que subyace en la misma: el culpable es el otro. ¿Cuánto drama oculto ante tanta falta de responsabilidad?

La libertad, entendida como el espacio de tiempo que transcurre entre el estímulo y la respuesta, es acción, es elección. Y la felicidad, la nuestra, viene marcada por el rumbo de nuestras elecciones que se materializan -con o sin criterio ético- con finalidad última o fruto de una personalidad desbocada y extravagante que vive instalada en la frivolidad y el consumo de personas y sentimientos, como si de los insumos de una fábrica se tratara.

 Pero quizás el referente más clarividente, por su inocencia y sencillez, lo podemos encontrar en un cuento  hindú que versa sobre las peripecias de unos gatos. En él “un gato grande ve cómo un gatito trataba de agarrarse la cola y le pregunta: ¿Porqué lo haces? Y el gatito le dijo: “Porque he aprendido que lo mejor es la felicidad y mi cola es la felicidad. Y el gato grande le respondió: Yo también sé que mi cola es la felicidad, pero me he dado cuenta que cuando la persigo se me escapa y cuando voy haciendo lo que tengo que hacer ella viene detrás de mí por donde quiera que yo vaya”

Desde tal perspectiva gatuna la felicidad se nos presenta como  la consecuencia de lo que elegimos hacer, nuestras decisiones son las que de forma inalterable marcan la misma; siendo así, cuando optamos en libertad, nuestro grado de felicidad se alimenta del hecho concreto de decidir, no de las circunstancias que rodean a la decisión, de ahí que podamos experimentar, tanto en el dolor como en el sufrimiento, la paz derivada de haberse empleado con grandeza de miras y altura de criterio. Felicidad y sufrimiento son compatibles.

El que vive instalado en la soberbia, y se concreta únicamente en el consumo de bienes y personas, se muestra como  un ser vil aunque  manifieste una felicidad  esquiva en su condición -sin ninguna paz- y necesitada de una eterna huída hacia adelante.

Por contra, el que ajeno a la posesión material -por convicción o por imposibilidad-  se ofrece a los demás con dignidad suprema aún en el sufrimiento y la miseria quedará trasformado, ante los ojos de los hombres con mayúsculas,  en un gigante.

Viktor Frankl. La felicidad es como una mariposa. Cuánto más la persigues más huye. Pero si vuelves la atención hacia otras cosas, ella viene y suavemente se posa en tu hombro. La felicidad no es una posada en el camino, sino una forma de caminar por la vida.

Publicado el 8/10/2013 en El Confidencial Digital

En busca de la felicidad